El cuento La máscara de la muerte roja de Poe me obsesiona. No dejo de pensar que soy un príncipe Próspero tropical y de bolsillo encerrado en mi casita, pertrechado con vinos, cervezas y licores que compré a tiempo y me encerré con mi familia inmediata, dejando a la viejita de las tortillas con cajas destempladas y haciendo tripas y corazón por la gente que vive al día y tiene que salir a trabajar. No siento lástima por los que dicen “eso no es cierto, me vale madre, ¿dónde están los muertos?” Por culpa de estos jijos es que a Veracruz ya nos echaron otras dos semanas de cuarentena. Y mientras, nuestros negocios o nuestros proyectos se van al caño por falta de actividad.
Pero más me inquieta el concierto para piano y orquesta en re menor de Mozart K. 466. Poco le faltó para que fuese K. 666, número cabalístico. Pero Mozart no llegó, se murió en el K. 626. Ya le faltaba poco. La primera vez que lo escuché tendría alrededor de 5 o 6 años. Mis padres solían visitar un departamento que tenían mis abuelos maternos en la colonia Guerrero. Un edificio que ya no existe, que fue demolido por algún regente para hacer pasar por ahí un eje vial. Era una construcción con algo de barroco, oscuro. No era de este siglo y casi ni del siglo pasado. Más bien parecía del siglo XIX. Pues bien, mis abuelos tenían algunos acetatos, uno con highlights corales, entre los que venían el Aleluya de Handel y la obertura del Oratorio de Navidad de J.S. Bach, verdadera música para mis oídos infantiles en tiempos de Navidad. Pero ese mismo disco tenía otras piezas corales, horribles para una mente infantil: los Dies Irae de los réquiems de Verdi y Mozart. No sé cual de los dos me sonaba más espantoso. Quizá los dejaría en empate.
Pero más insidioso por seco y descarnado me parecía otro acetato que traía una versión del concierto en re menor para piano de Mozart. Dejé de oír esos acetatos, mis padres me trajeron a vivir a Xalapa y pasé muchos años sin oír esos discos. Pero crecí y de nuevo me enfrenté al concierto de Mozart. Según Marco Antonio Pastrana, estudiar oyendo a Mozart te vuelve más inteligente. Hubo una época en que jugué ajedrez en serio. No en balde era yo el verdugo de la mayoría. Incluso algunos de los que ahora son los grandes pasaron por mis armas. Ya luego crecieron, aprendieron y ya no es fácil ganarles. Pero estoy seguro que las madrizas que les acomodé en su juventud los educaron. No me importa que la canción de La Llorona diga que "ayer maravilla fui y ahora ni sombra soy". El caso es que, por oír a Mozart, acabé oyendo de nuevo este concierto. Hace treinta años, me imaginé que el comienzo era precisamente una muerte que salía de un reloj como del cuento de Poe, y salía de un salón oscuro, moviendo su guadaña. Pero yo visualizaba esa imagen pequeña, lejana. La vida me sonreía ¿Qué podía temer? No sé por qué ahora la veo en medium close up amenazando convertirse en una toma de detalle. Soy mala hierba, no tengo nada que temer. Ahora lo oigo en la versión de una japonesa de apellido Uchida. Uccidere en italiano significa asesinar, vocablo que comparte raíces con el vocablo castellano “occiso”.¿Ahora ven por qué aparecía la imagen de Mozart como un fantasma en los primeros capítulos de estas crónicas?
Hoy es mi cumpleaños. Entre los cientos de felicitaciones que recibí en Facebook o en Whatsapp, recibí una muy curiosa: el fondo era morado y estaba lleno de calaveras. ¿Me sabe algo o nada más me está tanteando? Escribir estas crónicas tiene algo de macabro. No se sabe aún cuál será el final, hay dos opciones que no puedo decidir tirando una moneda al aire: terminan en el último capítulo que escriba antes de morir o terminarán al final de esta interminable cuarentena. Mi primera esposa (QEPD) decía que yo soy inmortal, “porque la mala hierba nunca muere”. Creo que no me tenía en muy alta estima y los 68 años que me cargo a cuestas ya me están definiendo como “mala hierba”. Digo, el que sea uno resiliente no quiere decir que uno sea mala hierba ¿O sí? Me explico, si soy abogado es que trabajaba para una facultad de música y no tenía título porque a los músicos en el milenio pasado no nos daban título. Los diez años de carrera sacados con ocho horas diarias de estudio no les parecían suficientes para otorgarnos un título profesional. Es verdad que siendo abogado hice algunos ajustes de cuentas con las instituciones, pero no es para tanto. No divorcié a nadie. Solamente gané algunas demandas laborales y saqué algunos borrachos y rijosos de la cárcel ¿Ya por eso soy el Jimmy Hoffa tropical y de bolsillo? Exageraciones. Como ser abogado significó meterme en muchos problemas propios y ajenos, estudié comunicación y mercadotecnia para salirme de eso ¿A poco los mercadólogos somos malas personas? El que unos te vendan gato por liebre no quiere decir que sean buenos mercadólogos ¿O sí? ¿Y los comunicólogos? ¿Quién tiene a raya a AMLO y a la 4t? ¿Y quien los defiende? Las leyes, la mercadotecnia y la comunicación son como el dinero o la pistola: no son malas en sí, todo depende del uso que se haga de ellas ¿Verdad que no soy mala hierba?
Pero no es de mí de quien quiero hablar, sino de El Malparto y de Javier Berlanga Verlaine-Rimbaud. Verán, estoy haciendo un ejercicio para aprender a escribir novelas; éste consiste en recordar a una persona que me pareció extraña, redactar la experiencia cuando la conocí y describir a ese alguien con el mayor número de detalles. La verdad es que no sé cuál de los dos es más extraño. Además, los recuerdo juntos. Hay una escena del Nosferatu de Werner Herzog donde el vampiro le ordena a su sirviente que vaya a Riga y llene la ciudad de moscas y ratas. Siempre me pareció que el cineasta alemán tenía como modelos al Malparto en el rol de Nosferatu y a Javier Berlanga como el jorobado loco que cumpliría sus órdenes con gran placer. Porque el Malparto siempre ha sido diabético, pero en aquella época era flaco y sediento, en tanto que Javier ya estaba jorobado y feo. El paso del tiempo nada más le ha añadido unas inevitables arrugas en la piel. Al primero que conocí fue a Javier, en un torneo de ajedrez. Ya el licenciado Zarastro, otro personaje de la flora y fauna xalapeña digno de mención, me había prevenido contra Javier:
–Es un delincuente juvenil en potencia. Húyele como a la peste.
Sobra decir que no le hice caso. Me deslumbraba su manera de jugar ajedrez, con mucha astucia, agilidad mental y un pie siempre fuera del reglamento. Pero se las arreglaba para que nadie se diese cuenta de sus trampas, pues su modalidad favorita eran las partidas relámpago; y, entre menos tiempo para pensar, más brillantes eran sus victorias. Por el contrario, a mayor tiempo, a veces ocurrían sorpresas inexplicables. La más notable fue cuando, hace ya medio siglo, hubo un campeonato de ajedrez en la Facultad de Humanidades. A Javier le tocó jugar en la primera ronda con un profesor de filosofía salido de la nada: nunca lo habíamos visto jugar, pero como era un filósofo, seguramente era un genio, un cerebro fuera de serie. El primero en perder su partida fue Javier. En siete jugadas. Wow, dijimos los demás. Para apabullar a Javier en unas cuantas jugadas, se necesita un tigre de bengala y el filósofo seguramente es un Gran Maestro que lleva con filosofía sus talentos y los tiene guardados por alguna razón esotérica. El torneo siguió su marcha y todos los demás favoritos ganaron sus partidas y los pichones perdieron las suyas. Excepto el profesor de filosofía, que no volvió a ganar una y quedó claro que era un pichón entre los pichones. Salvo el Hiperpichón (QEPD), quien era el pichón de todos. Porque, como decía el Malparto, “en este mundo cabrón, todo mundo tiene su pichón, excepto el Hiperpichón, porque él es el pichón de todos”.
En cambio, al Malparto lo conocí de otra manera: fue a visitarme a mi departamento. Yo vivía en un tercer pisito que tenía una vista admirable de las crestas y valles de Xalapa hasta que un día construyeron una fábrica de chocolate que tapó el paisaje de mi ventana a perpetuidad. Él era apenas un adolescente. Sabía de mi fama como ajedrecista, pues en aquella época yo era el verdugo de casi todos. Excepto de una pequeña élite de unos seis o nueve jugadores entre los que estaban Javier, La Pantera Rusa, el Grillo, el Kaimanov y el señor Ochito, el maestro de todos nosotros, prácticamente invencible. Jugaba ajedrez por correspondencia con los rusos y les ganaba.
El joven Malparto se presentó, era mi vecino. Lo había visto en una librería del centro donde había un club de ajedrez. Accedí a jugar. Le apasionaban las partidas rápidas. Pese a mi entrenamiento con La Pantera Rusa y con Javier, nunca han sido mi fuerte los blitz. Al principio, le puse una revolcada tras otra. Pero, adolescente al fin, era una esponja y absorbió todas mis malas mañas hasta que se convirtió en uno de los ajedrecistas más fuertes de Veracruz. Luego el Malparto y Javier se aliaron para tomar por asalto la Asociación del Ajedrecista Veracruzano, S.A. de C.V. Y ahí es donde el Malparto le ordenaba a Javier a realizar los actos más vergonzosos contra el ajedrez de los que uno se pueda imaginar, los cuales Javier realizaba con gran alegría, al igual que el sirviente de Nosferatu. Pues Javier era un apasionado jugador del “antiajedrez”.
La carrera política del Malparto fue en ascenso, pese a algunos señalamientos de corrupción y desvío de fondos en las instituciones que dirigió, en tanto que Javier acabó en la cárcel, tras una acusación que nunca se supo si fue fabricada o no, pero con mucha verosimilitud, porque no hubo poder humano que le redujese los años de sentencia. De eso voy a hablar en mi novela El abogado de causas perdidas, si es que el coronavirus, la 4t o los fifís me permiten terminarla algún día. Espero que si algún día sale a la luz, la compren estimados lectores.
Pues sí, en el capítulo 9 de estas crónicas cité al poema que inspiró a Camile Saint Saens “La danza macabra” y a un youtuber “La danza macabra estilo Tim Burton”, de modo que el que colocó sobre mis felicitaciones las calaveritas tal vez me estaba dando por mi lado. Se disculpó y las quitó: estaba haciendo una encuesta en tiempos de pandemia. ¿Ustedes que piensan? ¿Soy algo macabrón?
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